¿Dónde está Laurita?

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No es fácil volver a casa tras un viaje de un mes completo. Claro que no es fácil -igual que no es fácil planteárselo, organizarlo y además llevarlo a cabo-.

Tras 10 días de vuelta al hogar, Laurita sigue desconcertada. Siempre le ocurre igual, desearía haberse quedado allí -en Cape Cod, supongo; o quizás en la brumosa y fría SFO, sentada tras los cristales del mirador de su casita de muñecas, esperando ver pasar la niebla que surgirá entre la sombra de su admirado Golden Gate-; incluso fantasea con haber desaparecido en NY, me han llegado estas dos fotos tomadas de un panel luminoso en Times Square donde me asegura que están ella y los chicos -¡Víctor jamás se dejaría desaparecer en un panel luminoso!-.

 

¿Qué le pasa a Laurita, que ya no dice nada? Me preguntáis algunos. Y no sé que responderos, pues también yo espero con cierta ansia su siguiente correo…

Mientras esperamos a que se baje del luminoso y se reubique, puedo contaros algo de lo poco que sé.

Sé que volvieron de Boston a Barcelona, haciendo escala en NY. Laurita sufrió de nuevo el vuelo transoceánico, con ese avión enorme y panzón surfeando y trastabillándose a cada momento sobre las nubes veraniegas.

Víctor, que es un avioncero empedernido -por cuestiones de trabajo, pero también por su devoción por los avances de la tecnología- llevaba dos días recitándoles la cartilla de «pasos a seguir para minimizar los efectos del jet-lag»:

  • no beber nada con gas ni con alcohol
  • tras la cena, ponerse a dormir el máximo de horas posibles
  • la noche anterior al vuelo, dormir poco, para tener más sueño en el avión

Ya os podéis imaginar qué ocurrió luego en el vuelo: tras la cena (¿¿cena?? dos granos de arroz con una hoja de orégano), Víctor abre un neceser del que saca un antifaz y unos tapones para los oídos, se coloca sendos artilugios, echa el asiento para atrás y… ¡a roncar, como si estuviera en la más delicada alcoba! El resto de la familia empieza a titubear, hacen amagos de dormir, aprietan los párpados hasta el agotamiento, maldicen a las señoras americanas que no paran de hablar como cotorras, a la adolescente histérica que le da por pegar un grito cada vez que el avión surfea otra nube, que parece que las hayan puesto escalonadas… tres cuartos de hora más tarde están los tres más espabilados que el piloto y viendo la película en el monitor, con Octo desperezándose pata por pata sobre el regazo de Fabio y Laurita tomándose una botella de vino tinto y unos cacahuetes, para celebrar el retorno, ¡qué caray!

En casa, todo está donde estaba antes de salir… El calor pegadizo, la desidia del taxista, el tono cabizbajo y marrullero de los periodistas en el noticiero, las palabras de siempre: rajoy, la prima, la merkel, el paro, el iva, y Laurita que se pregunta, una y otra vez, qué ha de hacer para vivir en California pero sin tener que alejarse otra vez de su casa.

Por el momento y hasta donde yo sé, no escucha la radio, no enciende el televisor, ignora el ordenador, evita las conversaciones «serias», y no es que haya decidido vivir al margen de la realidad, es que aún está desubicada y no comprende qué estamos haciendo todos aquí, viviendo al margen de la íntima y sosegada realidad.

La impostora

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